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“El Nigromante” precursor del ordenamiento territorial

Foto del escritor: Armando BartraArmando Bartra

Propuestas de Ignacio Ramírez al Congreso Constituyente de 1856-1857



"Ya tome yo por base los hombres ya los terrenos que habitan… descubro que una nueva división territorial es una necesidad imperiosa".
Ignacio Ramírez


Los desarrollos que enriquecen las diversas disciplinas sociales arrojan nuevas luces sobre las realidades actuales de las que estas se ocupan. Y eso se trata. Pero pienso que al renovarse también debieran tener presente el pensamiento de otras épocas. Regresar a argumentos y propuestas olvidados o marginados que a veces en la perspectiva de las ideas emergentes adquieren inesperada actualidad y relevancia. Sin embargo, me temo que este pertinente ejercicio regresivo no es tan frecuente como debía ser. Puesta la vista en la novedad académica, por no decir en la moda, con frecuencia se desatiende el origen, la genealogía de los conceptos debutantes.


Y lo que nos perdemos es mucho, pues al no estar aprisionados en los sistemas de ideas recientes en que nosotros nos formamos, sucede que a veces los viejos enfoques y los viejos discursos resultan frescos y sorprendentemente iluminadores.


Creo que esto sucede con la geografía crítica que para los dogmas de la geografía positivista que por muchos años predominó resulta terriblemente novedosa y subversiva, pero que, me parece, tiene antecedentes en el pensamiento geográfico de otros tiempos.


Inaugurada por autores como Vidal de la Blanche y Ratzel, la geografía moderna es de inspiración positivista y de origen arrastra problemas como las dicotomías espacio, tiempo; geografía física, geografía humana; descripción, explicación… por lo que desde hace más medio siglo se empezó a desarrollar una geografía crítica en la que autores como Milton Santos parten de la no separación de espacio y tiempo, y de la que él llama “acumulación desigual de tiempos” coexistiendo en un mismo espacio. En esta perspectiva el territorio se nos muestra como una construcción material y simbólica realizada por sujetos cuya pluralidad conlleva conflictos. De modo que el ordenamiento del espacio habitado es también un ejercicio de poder.


De un tiempo a esta parte es habitual pensar en términos espaciotemporales y ver a los territorios no en cortes sincrónicos sino como ámbitos fluidos en permanente gestación por los sujetos que en ellos confluyen y disputan. Construcción integral en la que podemos distinguir cuando menos cuatro dimensiones: material (ocupación, aprovechamiento productivo), socioeconómica (apropiación, valorización), política (dominación, administración) y simbólica (denominación, significación).


Conceptos de geografía crítica que se proclaman pero que no siempre se asumen íntegramente. Esto, por el peso que aún tienen los hábitos mentales de la modernidad, que nos llevan a pensar el espacio como un ámbito preexistente en el que los sujetos se mueven y al tiempo como un continuo secuencial único por el que marchan.


Pero con independencia de la ciencia geográfica y sus transiciones paradigmáticas, ha habido en todas las épocas un cuerpo de conocimientos que podemos llamar pensamiento geográfico. Discursos y prácticas que pueden anticipar posturas que hoy nos parecen novedosas aunque, en cierto modo, son un retorno a paradigmas anteriores. Tal es el caso de las ideas geográficas de Ignacio Ramírez, conocido como El Nigromante, en las que propone para México un reordenamiento territorial etnoecológico.


Les hablaré, pues, de como hace 170 años Ignacio Ramírez concebía el reordenamiento territorial, no de una región sino del país todo. Para concluir planteándoles un problema que, a mi ver, pone a la orden del día preocupaciones como las que El Nigromante planteó en el Congreso Constituyente de 1857.


Armando Bartra lee la ponencia inaugural del encuentro de comités de ordenamiento / Imagen: Cupreder

                                                                       *

Ignacio Ramírez sería excepcional si no hubiera tantos personajes extraordinarios en el siglo XIX mexicano. El Nigromante es conocido, entre otras cosas, porque en su discurso de ingreso a la Academia de San Juan de Letrán se atrevió a proclamar su ateísmo. “No hay Dios —escribió— los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismos”.

 

Pero hay mucho más en su vida: desde 1845, en que fundó Don Simplicio, creó o colaboró en periódicos como Themis Decalion —donde publicó el artículo A los indios, por el que fue acusado y enjuiciado— El clamor progresista, La insurrección, El Correo de México, entre otros. Santa Anna lo encarceló en Tlatelolco, más tarde Comonfort lo mandó a prisión, y luego regresó a Tlatelolco por órdenes de Tomás Mejía. Por luchar contra la intervención francesa, Maximiliano lo mando primero a los calabozos de San Juan de Ulúa y luego a los de Yucatán. Pero no todo fueron cárceles, también fue brillante y creativo ministro de Justicia e Instrucción Pública durante la presidencia de Juárez. Pero luego se opuso a su reelección y con Lerdo otra vez fue a dar al calabozo. Además de una cuantiosa obra periodística escribió de historia política, de pedagogía y, sorprendentemente, también libros de mineralogía y meteorología. Y es que El Nigromante sabía de ciencias naturales, lo que se deja ver en sus intervenciones como diputado en el Congreso Constituyente de 1856-57.

 

El debut de Ramírez como personaje público tuvo lugar en la Academia de San Juan de Letrán. Fundada en 1836, la asociación sesionaba en el Colegio del que tomó su nombre reunida en torno a escritores como Guillermo Prieto y Andrés Quintana Roo y por dos décadas congregó a hombres de letras del más diverso pelaje político y literario, algunos de los cuales constituirían el Think Tank de Benito Juárez: el núcleo pensante impulsor de la Reforma. A poco de creada la agrupación, un joven estrafalario se apersona en una de sus sesiones. Así lo cuenta Guillermo Prieto:

 

Una tarde de Academia, después de oscurecer, percibimos al reflejo verdoso de la bujía que nos alumbraba, en el hueco de la puerta, un bulto inmóvil y silencioso que parecía como que esperaba una voz para penetrar en nuestro recinto.
Lo vio el señor Quintana y dijo: ¡adelante!
Entonces… vimos acercarse un personaje envuelto en un copón o barragán desgarrado, con un bosque de cabellos erizos por remate… Representaba el aparecido 18 o 20 años. Su tez era oscura, pero con el oscuro de la sombra, sus ojos negros parecían envueltos en una luz amarilla tristísima; parpadeaba seguido y de un modo nervioso; nariz afilada; boca sarcástica… el vestido era un prodigio de abandono y descuido; abundaba en rasgones y chirlos, en huelgas y descarríos…
—¿Qué mandaba usted? — Le preguntaron.
—Deseo leer una composición para que ustedes decidan si puedo pertenecer a esta Academia.
En el auditorio reinaba un silencio profundo.
Ramírez sacó del bolsillo del costado, un puño de papeles de todos tamaños y colores; algunos impresos, por un lado, otros en tiras como recortes de moldes de vestido, y avisos de toros o de teatro. Arregló esa baraja y leyó con tono seguro e insolente el título que decía: “No hay Dios”.
El estallido inesperado de una bomba, la aparición de un monstruo, el derrumbe estrepitoso del techo no hubiera producido mayor conmoción.
Se levantó un clamor rabioso que se disolvió en altercados y disputas.
Ramírez veía todo aquello con despreciativa inmovilidad.
El señor Iturralde dijo:
—Yo no puedo permitir que aquí se lea eso; es un establecimiento de educación.
—Pues yo no presido donde hay mordaza, dijo Quintana, levantándose de su asiento…
—Triste reunión de literatos, exclamó Guevara, la que se convierte en reunión de aduaneros que declaran contrabando el pensamiento…
—Que hable Ramírez…

 

Y Ramírez habló. Habló de “astronomía, matemáticas, zoología, el jeroglífico y la letra, el dios… Todo sin esfuerzo y empleando el decir fluido de Herodoto o la risa franca y picaresca de Rabelais…”. Era el suyo un desbordado y retador discurso unas veces oral y otras veces escrito, que se prolongaría hasta el día de su muerte y con el que se anticipó a las ideas de su tiempo sacando de quicio a los espíritus pacatos.

 

De sus subversivos planteos me interesa destacar aquí la re-territorialización biocultural que propone para la República Mexicana en el Congreso Constituyente de 1856-1857, del que fue destacado participante.

Sobre el proyecto de Constitución que se había presentado, observa Ramírez:

 

“¿Por qué la Comisión no dirigió una rápida mirada hacia nuestro trastornado territorio? Uno de sus miembros ha dicho que la división territorial no es una panacea […] Pero eso no es una razón […] ¿Qué males nos provienen, se ha dicho, de que las poblaciones sigan distribuidas del modo en que las encontró el Plan de Ayutla?”
 
Muchos son los males —sostiene El Nigromante— que nos vienen de “negar la necesidad de una nueva combinación local” que tome en cuenta tanto “las exigencias de la naturaleza” como los “intereses de los pueblos”. Es decir —digo yo— un reordenamiento del territorio nacional sobre bases ecológicas y etnográficas.
Afirma Ramírez: “Ya tome yo por base los hombres, ya los territorios que habitan […] descubro que una nueva división territorial es una necesidad imperiosa”.  Y el congresista empieza con la dimensión natural:
“Los elementos físicos de nuestro suelo se encuentran de tal suerte distribuidos que ellos solos convidan a dividir a la nación en grandes secciones con rasgos característicos muy marcados […] una nueva división tirada por la naturaleza. Desde las inmediaciones del Istmo hasta la frontera con Estados Unidos, tres fajas, una templada y dos calientes, nos aconsejan el establecimiento de tres series diversas de combinaciones territoriales […]
Sobre las costas del Golfo de México descubro un vasto terreno regado por caudalosos ríos y dilatadas lagunas: la abundancia de agua navegable acerca y confunde sus poblaciones”
Y se pregunta El Nigromante: “¿Dónde naturaleza formó un solo pueblo nosotros formaremos fracciones de otros cinco? ¿Por qué conservar a Chihuahua y Durango poblaciones separadas por un peligroso desierto y una sierra intransitable? ¿Y por qué no se establece en el antiguo Anáhuac el Estado de los Valles?”.

Las propuestas concretas de Ramírez pueden ser técnicamente cuestionables, pero no la idea de una división territorial por cuencas, como ahora se estila.

 

Pero donde El Nigromante se muestra más afilado y visionario es en el planteo de una división territorial que reconozca los ámbitos jurisdiccionales de los pueblos originarios. Dice al respecto:

 

“La división territorial aparece todavía más interesante considerándola con relación a los habitantes de la República”. Y empieza por un diagnóstico que lo primero es poner en entredicho la idea de que somos un pueblo uniforme y mestizo:

 

Entre las muchas ilusiones con que nos alimentamos, una de las no menos funestas es suponer en nuestra patria una población homogénea. Levantemos ese ligero velo de la raza mixta y encontraremos cien naciones que en vano nos esforzaremos hoy por confundirlas en una sola.
Muchos de estos pueblos conservan las tradiciones de un origen diverso y de una nacionalidad independiente y gloriosa. El tlaxcalteca señala con orgullo los campos que oprimía la muralla que lo separaba de México. El yucateco puede preguntar al otomí si sus antepasados dejaron monumentos tan admirables como los que se conservan en Uxmal. 
Y cerca de nosotros, señores, ésta sublime catedral que nos envanece, descubre menos saber y menos talento que la humilde piedra [en que ella busca] apoyo: el calendario de los aztecas. Estas razas conservan aún su nacionalidad protegida por el hogar doméstico y por el idioma [Así] el amor conserva la división territorial anterior a la conquista”.

 

A continuación, El Nigromante da a los atónitos congresistas una pertinente clase de etnolingüística.

 

“También la diversidad de idiomas hará por mucho tiempo ficticia e irrealizable toda fusión. Los idiomas americanos se componen de radicales significativas […] partes de la oración que nunca o casi nunca se presentan solas y en una forma constante, como en los idiomas del viejo mundo; así es que el americano en vez de palabras sueltas tiene frases. Resulta aquí el notable fenómeno de que, al componer un nuevo término, el nuevo elemento se coloca de preferencia en el centro por una inter sucesión propia de los cuerpos orgánicos; mientras que en los idiomas del otro hemisferio el nuevo elemento se coloca por yuxtaposición, carácter peculiar de las combinaciones inorgánicas.
Y estos, nuestros idiomas […] no pueden manifestarse sino bajo las formas animadas y seductoras de la poesía…”.

 

Pero de inmediato el congresista regresa al tema político: la lengua como mecanismo de opresión colonial.

 

“Estos tesoros, cada nación los disfruta ocultos por el temor, carcomidos por la ignorancia, últimos jeroglíficos que no pudo quemar el obispo Zumárraga ni destrozar la espada de los conquistadores. Encerrado en su choza y en su idioma el indígena no comunica con los de otras tribus ni con la raza mixta, sino por medio de la lengua castellana. Y en ésta ¿a qué se reducen sus conocimientos? Se reducen a las fórmulas estériles para el pensamiento de un mezquino trato mercantil y a las odiosas expresiones que se cruzan entre los magnates y la servidumbre”.

 

Ignacio Ramírez concluye con una propuesta etnogeográfica que, de haberse aprobado, hubiera instaurado en México un orden entonces —y ahora— completamente inédito.

 

“¿Queréis formar una división territorial estable con los elementos que posee la nación? Elevad a los indígenas a la esfera de ciudadanos, dadles una intervención directa en los negocios públicos. Pero comenzad dividiéndolos por idiomas. De otro modo no distribuirá vuestra sabiduría, sino dos millones de hombres libres y seis millones de esclavos”.

 

Ramírez no se sacaba las propuestas de la manga. En muchos lugares eran demandas que movilizaban a la población indígena. Así lo reseña el congresista

 

“Y si nada dice a la Comisión lo que llevo expuesto, dirija siquiera sus miradas a la agitación en que se encuentra la República. Cuernavaca y Morelos quieren pertenecer al estado de Guerrero y contra sus votos prevalecen los intereses de un centenar de propietarios feudales. Hace muchos años que el valle de México trabaja por organizarse. La Huasteca ha sufrido un saqueo por haber solicitado su independencia local. Tabasco pide posesión de su territorio presentando títulos legales…
A todas estas exigencias de los pueblos contestamos: todavía no es tiempo. ¡Ya no es tiempo! nos contestarán los pueblos mañana, si queremos al fin complacer sus deseos para contener los horrores de la anarquía.”

 

Hasta aquí, El nigromante se nos ha mostrado como un adelantado del neoindigenismo decolonial del tercer milenio que reclama derechos culturales, políticos y territoriales para los pueblos originarios. Pero el problema de México a mediados del siglo XIX— como el del México del XXI— no era solo de opresión étnica, sino también de explotación clasista. Y Ramírez resulta un certero crítico del capitalismo, nueve años después de que apareciera el Manifiesto Comunista (un texto que, a juzgar por algunas de sus expresiones, había leído) y tres años antes de que Carlos Marx publicara el primer tomo de El capital.

 

“El más grave de los cargos que hago a la Comisión del Congreso es haber conservado la servidumbre de los jornaleros. El jornalero es un hombre que a fuerza de penosos y continuos trabajos arranca de la tierra ya la espiga que alimenta, ya la seda y el oro que engalana a los pueblos. En su mano creadora el rudo instrumento se convierte en máquina y la informe piedra en magníficos palacios. Las invenciones prodigiosas de la industria se deben a un reducido número de sabios y millones de jornaleros; donde quiera que exista un valor ahí se encuentra la efigie soberana del trabajo.
Pues bien, el jornalero es esclavo. Primitivamente, lo fue del hombre […] hoy se encuentra esclavo del capital que, no necesitando, sino breves horas de su vida, especula hasta con sus mismos alimentos. Antes el siervo era el árbol que se cultivaba para que produjera abundantes frutos. Hoy el trabajador es la caña que se exprime y se abandona.
Así que el grande, el verdadero problema social, es emancipar a los jornaleros de los capitalistas… Sabios economistas de la Comisión, en vano proclamaréis la soberanía del pueblo mientras privéis a cada jornalero de todo el fruto de su trabajo… Mientras el trabajador consuma sus fondos bajo la forma de salario y ceda […] todas las utilidades de la empresa al […] capitalista, la caja de ahorros es una ilusión, el banco el pueblo es una metáfora. El inmediato productor de todas las riquezas no […] podrá ejercer los derechos de ciudadano, no podrá instruirse […] perecerá de miseria en su vejez. Los economistas completarán su obra adelantándose a las aspiraciones del socialismo el día en que concedan los derechos incuestionables […] al trabajo”.

 

El Nigromante no es el único que en el Congreso Constituyente critica la gran propiedad agraria y propone entregar tierras a indios y campesinos, lo hacían también Ponciano Arriaga, Castillo Velasco, Isidoro Olvera, entre otros. Pero Ramírez es el único que ubica claramente el origen del mal en el estigma que la conquista y la colonia le impusieron al territorio mexicano. Y en consecuencia El Nigromante demanda rectificar la injusticia reorganizando espacialmente al país con criterios agroecológicos, sí, pero a partir de los ámbitos originarios de sus pueblos.

 

Hoy muchos piden reconocer las jurisdicciones autonómicas de las diferentes etnias, pero Ramírez iba mucho más lejos, pues quería rehacer por completo el mapa político de México desde una lógica decolonial.

 

En esta perspectiva el cuestionamiento de la gran propiedad ya no remite solo a su impertinencia económica o a la injusticia social que conlleva, sino también a la violencia histórica con que se impuso; un colonialismo que marcó nuestro orden económico, social y político, pero también nuestra geografía. Así lo asume otro congresista, Olvera: “Basta comparar lo que hoy tienen los pueblos con lo que tenían, según la tradición, después de la Conquista, para concluir que ha habido en verdad una escandalosa usurpación”.

 

Las regionalizaciones agroecológicas, étnicas o bioculturales hoy usuales son pertinentes y útiles, pero hay que ir más allá, como lo hacía El Nigromante, atendiendo al origen colonial de nuestro mapa político. La división territorial de México viene de la Conquista, cuando por consideraciones geoestratégicas y para fincar en el espacio la dominación, los invasores establecieron Intendencias y Provincias.

 

Y sobre esa base administrativa colonial se crearon las circunscripciones del México independiente, incluyendo algunas nuevas como Aguascalientes, Morelos, Guerrero y Colima que respondían a situaciones coyunturales. Y siendo arbitraria la división política, fue también simulado nuestro federalismo, pues en lugar de que convinieran en él sujetos estatales autónomos deseosos de articularse, fue decretado por el poder central e impuesto desde arriba a las flamantes entidades federativas.

 

El resultado fue una delimitación político espacial que además de colonial y arbitraria, resulta inadecuada desde cualquier punto de vista; una división disfuncional que ha conducido a sucesivos intentos de regionalización complementaria o sustitutiva.

 

Algunos tienen un enfoque económico como los de Ángel Bassols Batalla; otros aplican criterios agroecológicos como los de Efraín Hernández Xolocotzi.

 

Otros como Francisco Quintanar de principios de los años sesenta del pasado siglo, además de elementos morfológicos, hidrológicos, climáticos y agrícolas añaden lo que llaman “regiones etnográficas”.

 

Con criterios etnográficos Aguirre Beltrán delimitó las que llamó “regiones de refugio” ocupadas por pueblos indios.

 

Recientemente, la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas definió las regiones que son su materia de trabajo además de realizar mapeos que ubican prioridades hidrológicas, terrestres, marítimas, de aves… 

 

En la misma línea de no redistribuir espacialmente toda la República, sino identificar únicamente algunas áreas pertinentes desde una cierta atalaya, están los territorios bioculturales en cuyo diseño Eckart Boege combina criterios agroecológicos y etnográficos. Que no autonómicos, pues la cuestión de los territorios históricos de los pueblos originarios le parece “pantanosa e ideológica”.

 

Lastrada por la imposición colonial y después por el patrimonialismo de los grupos locales de poder que durante el siglo XIX crearon territorios para imperar sobre ellos, a nuestra torpe división política se le han sobrepuesto múltiples regionalizaciones que persiguen propósitos diversos y aplican distintos criterios.

 

En años recientes han cobrado fuerza la delimitación de áreas de importancia ambiental para fines de conservación, también las que atienden al poblamiento indígena buscando sustentar derechos autonómicos y combinaciones de ambas como las que definen territorios bioculturales en las que las poblaciones locales autóctonas aparecen como componentes y actores de la diversidad natural y domesticada que es el punto de partida.

 

Todas propuestas sugerentes que, sin embargo, no incorporan la totalidad del territorio nacional, quizá porque el ambientalismo y el etnicismo son proclives a las perspectivas localistas.

 

Llama entonces la atención que hace 170 años y en espacios refundacionales como el Congreso Constituyente, Ignacio Ramírez sustentara en criterios étnico históricos y agroecológicos —es decir bioculturales— una propuesta de regionalización política que yendo más allá de la legítima preocupación por los indios y los ecosistemas, apuntaba hacia un revolucionario proyecto de país.

 

Propuesta alternativa que además de reivindicar a la naturaleza y a los pueblos autóctonos incorporaba cuestiones clasistas como el reconocimiento de los derechos del trabajo frente al capital. Y por si fuera poco enfatizaba temas que apenas hoy cobran visibilidad como los derechos de las mujeres, los derechos de las niñas y niños y los derechos de los ancianos.

 

De la propuesta de nueva Constitución, Ramírez reclama airado que:

 

“Se olvida de los derechos más importantes, se olvida de los derechos sociales de la mujer. No piensa en su emancipación y en darle funciones políticas… [Pero] el caso es que muchas desgraciadas son golpeadas por sus maridos [y] los tribunales pasan [esos atropellos] como cosas insignificantes… La mujer no es esclava, la mujer es persona, la mujer no es cosa, la mujer tiene derechos que [debe] proteger la ley porque es igual al hombre”.
Reclama también que en el proyecto “nada se dice de los derechos de los niños” y recuerda que “algunos códigos antiguos duraron por siglos porque protegían a la mujer, protegían al niño, protegían al anciano…”.
 

Derechos sustantivos que quedarán en el papel en tanto no se reforme el sistema socioeconómico. Al respecto dice El Nigromante: 


“Sabios economistas de la Comisión, en vano proclamaréis la soberanía del pueblo mientras privéis a cada jornalero de todo el fruto de su trabajo… Mientras el trabajador consuma sus fondos bajo la forma de salario y ceda sus rentas con todas las utilidades de la empresa al socio capitalista… Así es que el grande, el verdadero problema social es emancipar al jornalero del capitalista”.

En consecuencia, propone lo que hoy llamaríamos un “modelo de desarrollo” que en nombre de la equidad social limite la codicia del gran dinero.

 

En cuanto al orden político su punto de partida es la soberanía popular. Pero la verdadera:

 

La que el pueblo ejerce con acierto derribando a los tiranos y conquistando la libertad… No un orden de cosas que, proclamándolo soberano, lo declara imbécil e insensato, quitándole hasta la más remota intervención en los negocios [En un orden así] los intereses del pueblo no influirán en las elecciones, serán dirigidos por los cabecillas de partido, por los intrigantes, por los que piden y prometen empleos… De ahí viene que vea con indiferencia las elecciones, pues sabe que su voluntad ha de estrellarse ante un mecanismo embrollado y artificial que huye de la influencia del pueblo porque le tiene miedo… Que los ciudadanos son electores no ha sido hasta ahora más que una vana ilusión, que es tiempo ya de realizar. Pero para esto no hay que asustarse ante el pueblo.

Las propuestas de El Nigromante hablan de poner en orden el territorio; hablan de organizar el espacio habitado y lo que en él se encuentra. Reestructuración física que conlleva un reordenamiento del conjunto las relaciones humanas, pues el lugar que se ocupa en los espacios geográficos se corresponde con el lugar que se ocupa en los espacios sociales. Ejemplo paradigmático es el asentamiento de los grupos dominantes en las cabeceras mientras que los dominados se establecen en la periferia, patrón ancestral que trasciende continentes y civilizaciones.  Sin necesidad de ser un guerrero, El nigromante era un revolucionario

                                                                      *

Hace 170 años, aprovechando que se estaba haciendo una nueva Constitución Política de la República Mexicana, Ignacio Ramírez proponía un reordenamiento territorial del país todo, que considerara a la naturaleza y a la sociedad. Un reordenamiento decolonial donde los pobladores y principalmente los pueblos originarios fueran protagonistas.

 

No ocurrió. Y lo que hoy tenemos y que aquí nos reúne son ordenamientos territoriales en áreas menores. Cuya importancia es, sin embargo, decisiva si queremos que la gran transformación que estamos impulsando sea justa y sostenible e impulsada no solo desde arriba sino también desde abajo.

 

Pero en los tiempos que corren, y vaya que corren, ¿visiones ambiciosas como las de El nigromante resultan innecesarias o improcedentes? Creo que no. Hoy, y cada día más, es urgente un reordenamiento nacional del espacio, una macro re territorialización, que se impone entre otras razones por el cambio climático. Y aunque aquí se hablará de los pequeños ordenamientos, dejen que les hable del grande.

 

Al respecto, la gran pregunta es: ¿Cómo impulsar la agricultura para la autosuficiencia alimentaria en un país como México que enfrenta un estrés hídrico cada vez mayor?

 

Una parte de la respuesta la encuentro en la distribución geográfica de los cultivos. Ahora está de moda hablar de relocalización; la relocalización global de las Industrias, por ejemplo, para acortar cadenas. Esto hace que México cuente con el privilegio desde el punto de vista de inversión extranjera, de tener como vecino a uno de los mercados más grandes del mundo, lo que permite a los inversionistas que relocalicen sus industrias en la zona norte del país, acortar las rutas de suministro y acercar los mercados.

 

Pero esta relocalización ahora industrial también ha existido desde hace mucho en nuestra agricultura. La agricultura intensiva mexicana se fue trasladando progresivamente al norte y noroeste y en particular a las planicies costeras de Sonora y Sinaloa, regadas por las grandes presas que se construyeron hace más de medio siglo. Región que hoy padece un severo estrés hídrico que el cambio climático sin duda agravará.

 

De por sí teníamos en Aridoamérica, a dónde finalmente se fue a situar gran parte de nuestra agricultura intensiva, un severo problema con el agua. Hoy ese problema es mayor.

 

El cambio de régimen de lluvias está provocando una situación de crisis gravísima. Hace poco en el norte se tuvo que sacrificar el ganado porque se moría de sed y falta de alimento, hubo que enviar las reses al rastro mientras aún podían caminar porque no había forma de sostenerlas.

 

Y tenemos problemas con las presas, hay que reducir la extensión cultivada porque el agua rodada no alcanza. En otros lugares el líquido tiene que ser sacado de pozos cada vez más profundos, con lo que agotamos aguas fósiles, corremos el riesgo de que lleven arsénico e incrementamos de los costos de energía.

 

Tenemos, pues, un problema severo de estrés hídrico en el norte, noroeste, incluso en el occidente del país. Necesitamos enfrentar este problema con la relocalización de nuestros cultivos. No podemos seguir pensando que nuestra agricultura de riego más relevante por volumen de cosechas y productividad técnica puede sobrevivir y progresar estando ubicada donde el agua escasea.

 

Necesitamos entonces atender al potencial de otras regiones del país, regiones del sur y sureste donde los recursos hídricos son abundantes. Hay que llevar la agricultura que requiere agua a donde hay agua, no puedes llevar el agua donde está la agricultura.

 

Si bien ahí no tienes extensas llanuras costeras como las de Sonora o Sinaloa, sí tienes tierras que se pueden habilitar para la agricultura; algunas son terrenos que se desmontaron para una presunta ganaderización del sureste que resultó insostenible. Hay muchas tierras que hoy son potreros abandonados y que se pueden convertir en aprovechamientos agrícolas.

 

No será el modelo norteño que no es deseable ni tiene ahí las condiciones agroecológicas para implementarse. La intensificación sostenible de la agricultura en el sur y sureste tiene que ser distinta, de otra escala, con otra tecnología y sobre todo con otros actores.

 

Pero se puede, en estas regiones, incrementar la producción, la productividad, el empleo, el ingreso… mediante una agricultura cada vez más intensiva, pero sostenible y campesina. Hay modelos de agricultura sostenible en pequeña y mediana escala en lugares en donde hay mayor abundancia de lluvias, ríos y humedad. Estos modelos te permiten incrementar y mejorar la producción de la milpa diversificada si la combinas con árboles frutales, si siembras las milpas de lomerío en escalones, es decir en terrazas. Este modelo es el que está utilizándose en Sembrando Vida.

 

En resumen, hay condiciones para intensificar la producción agrícola en donde está el agua, es decir, en el sur y en el sureste del país, en donde hay tierra susceptible de utilizarse, en donde está la capacidad laboral que migra, porque la agricultura, como hoy se tiene, no es rentable y porque siente que en el sur y sureste no hay futuro. Necesitamos intensificar la producción comercial en el sureste mediante obras de riego, pero no las presas gigantescas que destruyen cuencas. Necesitamos pequeñas y medianas obras de regadío que permitan utilizar el agua que ahora se va al mar.

 

Necesitamos, entonces, reconvertir productivamente la agricultura del sureste, pero habrá que hacerlo preservando el entorno natural y preservando la socialidad indígena y campesina. Porque también los campesinos pueden revolucionar la agricultura sin perder su alma en el intento, sin dejar de ser campesindios y sin abandonar el paradigma de la milpa. Esto es posible. Pensemos entonces en una reubicación mediante programas públicos, siempre más hacia el sur-sureste del país, conservando en el norte aquello que es sostenible en el norte, en condiciones de estrés hídrico.

 

“Ya tome yo por base a los hombres, ya los territorios que habitan descubro que una nueva división territorial es una necesidad imperiosa”, decía El Nigromante en 1857. Hoy podríamos decir lo mismo.

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