La privatización del agua en México ha sido un proceso marcado por corrupción, sobreexplotación y despojo, con la Comisión Nacional del Agua (Conagua) como protagonista de un modelo que prioriza los intereses privados sobre el derecho humano al agua.

Desde la promulgación de la Ley de Aguas Nacionales (LAN) en 1992, el país enfrenta una crisis hídrica sin precedentes, donde grandes corporativos acaparan el recurso mientras comunidades enteras sufren escasez y contaminación. Este artículo recoge y resume la investigación que la Contraloría Nacional del Agua hizo en junio del 2024 con el título de Construyendo el buen gobierno del agua frente a una institución fallida.
El origen de la Conagua
Paradójicamente, la historia de la Conagua se remonta a 1989, cuando el entonces presidente Carlos Salinas de Gortari, tras acceder al poder en medio de denuncias de fraude electoral, impulsó la creación de una nueva entidad con la supuesta misión de preservar los recursos hídricos.

Antes de su fundación, el panorama de la gestión del agua pasaba por distintas dependencias gubernamentales con pocas atribuciones claras. No obstante, el esquema diseñado por el salinismo permitió a la Conagua centralizar y controlar la administración hídrica, abriendo el camino a nuevas facultades legales, financieras y de manejo de infraestructura.
En 1992, se aprobó la Ley de Aguas Nacionales, un documento vertebral para la legislación hídrica, que consolidó la facultad de la Conagua de otorgar y regulares concesiones sobre los caudales del país. Este paso no fue un mero trámite técnico, sino el pilar para impulsar la privatización del agua, pues los títulos de concesión terminaron operando, en la práctica, como permisos de compra y venta de un recurso que la Constitución reconoce como propiedad de la Nación.
Primeros pasos hacia las concesiones masivas
La privatización del agua tuvo como detonante la invitación que hizo el gobierno federal en 1993 para que todos los usuarios de aguas nacionales —sin importar su escala— registraran sus tomas. En teoría, el objetivo era regularizar el uso, pero la realidad mostró que grandes empresarios e inmobiliarias encontraron una oportunidad perfecta para asegurarse enormes dotaciones de agua casi sin supervisión.
Bajo esta dinámica, nacieron fenómenos conocidos como los “pozos fantasma” y los “millonarios del agua”, figuras que consiguieron registrar volúmenes de extracción que en muchos casos no se correspondían con tomas reales.
Cuanto más voluminoso el registro, más amplias se volvían las posibilidades de negocio. Al amparo de la Conagua, que debía fiscalizar estos procesos, los particulares terminaron adquiriendo derechos sobre cantidades inmensas de agua superficial y subterránea, dejando a comunidades y ejidos con solicitudes amontonadas en pasillos y bodegas de las oficinas locales.
De la noche a la mañana, se comenzó a fraguar un incontenible proceso de sobreexplotación, cuyo principal accesorio sería la corrupción y la manipulación técnica para justificar la disponibilidad de volúmenes inexistentes
Sobreconcesionamiento y desigualdad
Las medidas impulsadas por la Conagua dieron lugar a un escenario crítico de sobreconcesionamiento. Según las cifras oficiales, ya en el primer periodo de vigencia masiva de la Ley de Aguas Nacionales, se otorgaron derechos sobre caudales que rebasaban la recarga natural de numerosas cuencas.
La demanda superaba con creces la capacidad real de las fuentes hídricas, mientras que la LAN carecía —y todavía carece— de mecanismos concretos para reducir o cancelar concesiones cuando los volúmenes exceden los márgenes ecológicamente sostenibles.
Este sobreconcesionamiento se volvió uno de los alicientes centrales para la privatización del agua. En las zonas donde se reconocía oficialmente un déficit hídrico, los solicitantes necesitaban comprar derechos a otros propietarios, creando así un “mercado del agua” de facto. El mecanismo se formalizó cuando, a partir de 2004, se introdujo la figura de “Bancos del Agua”, encargados de facilitar las transacciones entre compradores y vendedores de concesiones.
El resultado fue contundente: los grandes capitales concentraron aún más la propiedad del agua, al tiempo que las comunidades e instituciones pequeñas quedaban cada vez más marginadas.
Manipulaciones de datos, tecnología fracasada
La Conagua no solo fracasó en su deber de supervisar, sino que también fortaleció el proceso de privatización del agua mediante ajustes técnicos y normativos que otorgaban legalidad artificial a la sobreexplotación. Un claro ejemplo se dio con la Norma Oficial Mexicana 011, que define las “disponibilidades” —es decir, el cálculo de cuánta agua puede extraerse—. Bajo presiones de grupos empresariales, se incluyeron lineamientos que excluyen mediciones reales de pozos sin concesión, ignorando la carga que de hecho ejercen sobre los acuíferos.
Asimismo, los sistemas digitales destinados a tramitar y fiscalizar las solicitudes, en lugar de agilizar la transparencia, terminaron convertidos en fortines de opacidad. La Conagua firmó un contrato millonario con la empresa Indra Sistemas México para desarrollar el software “Amara”, que supuestamente sería la pieza clave de “Conagua en Línea”.

Sin embargo, en 2019 el proyecto se cerró abruptamente sin que el sistema quedara funcional ni que la autoridad obtuviera el código fuente. El resultado: un rezago aún mayor, miles de expedientes apilados y un canal abierto para prácticas discrecionales a favor de actores poderosos.
Impacto del modelo privatizador en el campo
Los Distritos de Riego (DR) han sido zonas francas para la concentración hídrica. En un principio, la Conagua promovió que cada distrito se “autogestionara” a través de asociaciones civiles conocidas como “módulos” de riego.
En teoría, esto acercaría la toma de decisiones a los productores. En la práctica, grupos de poder local se adueñaron de los sindicatos, forjando bloqueos políticos e incluso amenazas a pequeños ejidatarios.

Muchos Distritos de Riego están ahora controlados por élites que venden “excedentes” de agua para uso industrial, aun cuando dichas concesiones se otorgaron como uso agrícola. Esta transformación rentable, pero irregular, de la preferencia de uso es una cara más de la privatización del agua: un recurso originalmente asignado al riego de alimentos se convierte en una jugosa mercancía para grandes industrias o transnacionales que pagan para trasladar el líquido a regiones donde escasea.
Megaproyectos y trasvases controvertidos
La Conagua también se ha vuelto protagonista de megaproyectos y trasvases costosos. Obras monumentales como el Túnel Emisor Oriente (TEO) o acueductos gigantescos responden a crisis hídricas creadas o sobredimensionadas. Se presenta a la ciudadanía la urgencia de nuevas obras, logrando un flujo de capital extraordinario que se ejerce sin los controles administrativos ordinarios. Al final, las obras suelen tener una planeación deficiente y generar pocos beneficios para la población más vulnerable.

Las grandes ciudades, particularmente la Zona Metropolitana del Valle de México y Monterrey, encarnan la punta de lanza de estas intervenciones. Pese a las enormes inversiones, el acceso equitativo al agua y la resiliencia ecológica quedan relegados a un segundo plano. Se prioriza la llegada de agua adicional a zonas industriales y residenciales, mientras que barrios populares enfrentan fugas y tandeos.
Defensa política con enredos institucionales
La privatización del agua se legitimó también por la falta de voluntad política de las administraciones federales. Aunque el discurso oficial de algunos gobiernos ha incluido la promesa de frenar la corrupción en la Conagua, en la realidad las prácticas clientelares se han perpetuado. Los servidores públicos encargados de vigilar y sancionar terminan autorizando títulos de concesión en regiones sobreexplotadas o ignoran la contaminación industrial.
Los órganos internos de control e instancias de vigilancia ciudadana, como los Consejos de Cuenca, han sido capturados —o, en el mejor de los casos, excluyentes—, impidiendo la representación de comunidades indígenas, núcleos agrarios, investigadores, críticos y defensores ambientales.
Para colmo, la Contraloría Interna de la Conagua ha mantenido una actitud complaciente o indiferente ante asuntos graves, como el rezago en la regularización, el cabildeo abusivo para tramitar concesiones y el incumplimiento sistemático de la ley.
El pisoteado derecho humano al agua
El artículo 4° de la Constitución reconoce el acceso al agua como un derecho humano. No obstante, la gestión actual que enfatiza la privatización del agua evidencia la distancia entre la ley y los hechos. Los “pozos fantasma” acaparan miles de metros cúbicos, mientras que el rezago de peticiones legítimas de uso doméstico o agrícola de pequeña escala llega a décadas sin resolverse.

En muchas zonas rurales, los pueblos originarios y ejidos se ven obligados a participar en procesos legales engorrosos, donde se enfrentan a bufetes especializados que utilizan la vía judicial para “brincar la cola” y legitimar concesiones en acuíferos supuestamente agotados.
Como resultado de esa dinámica desigual, el agua para la población de menores ingresos queda supeditada a tandeos inestables, pipas costosas y una calidad frecuentemente dudosa. La ausencia de planes hídricos democráticos también alimenta conflictos locales y regionales: cuando las comunidades se oponen a proyectos de trasvase, agentes privados y autoridades cuestionan sus derechos, criminalizan sus protestas e incluso los acusan de obstaculizar el “desarrollo”.
Contaminación desregulada
Uno más de los efectos colaterales de la privatización del agua es la escasa atención a la contaminación de fuentes hídricas y acuíferos. Bajo el principio “el que contamina paga”, las industrias pueden desembolsar multas o derechos por verter desechos, pero estos fondos no se destinan eficazmente a remediar los cuerpos de agua dañados. Buena parte de las plantas de tratamiento están obsoletas o se construyen con fines de lucro privatizados, sin que se desarrolle una estrategia integral de saneamiento.
Al no haber una verdadera fiscalización, los volúmenes cargados de agroquímicos, residuos industriales y aguas residuales urbanas acaban fluyendo a ríos y acuíferos subterráneos. En zonas como Zacatecas, la presencia de mineras que extraen grandes caudales devuelve líquidos con metales pesados a la naturaleza y pagan cuotas simbólicas, refuerza la disparidad entre los intereses de las empresas y los derechos de la comunidad.
El trasfondo político
La Ley de Aguas Nacionales de 1992 nació como una exigencia previa a la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Dentro de esa lógica, la liberalización de los mercados se extendió también a los bienes de la Nación. Si bien Estados Unidos nunca llegó a privatizar formalmente sus propias reservas de agua dulce, en México las autoridades impulsaron una visión exportable y comercial del líquido, buscando atraer inversiones y favorecer acuerdos de gran envergadura.
Con cada administración presidencial, la Conagua ha mantenido continuidad en la ruta de privatización del agua, aunque con matices. Unos han abogado por reducir subsidios o promover alianzas público-privadas, otros por relajar restricciones y facilitar mercados del agua.

Lo cierto es que, a pesar del clamor social para contar con una Ley General de Aguas que reemplace la legislación salinista (LAN), los gobiernos y los poderes fácticos han retrasado o congelado ese debate en el Congreso de la Unión, aunque en este 2025 se anuncian foros y debates para replantear la legislación hídrica de México.
Propuestas truncas y futuro incierto
Desde las comunidades y organizaciones de defensa del agua se han planteado alternativas para frenar la privatización del agua. Se proponen reconocer formalmente los derechos históricos de núcleos agrarios e indígenas al uso y control de sus fuentes; impulsar una verdadera rendición de cuentas; sancionar duramente los abusos y la corrupción en la asignación de concesiones; cerrar el paso a la compraventa de volúmenes y crear mecanismos transparentes para revertir la sobreexplotación.

También se resalta la urgencia de elaborar planes hídricos consensuados, donde la ciudadanía, los académicos y especialistas independientes puedan participar en el diagnóstico y la planificación. Solo así, dicen, podremos salir de la trampa de las obras faraónicas mal concebidas y priorizar políticas de eficiencia, reúso, regeneración y restauración ecológica. Sin embargo, el avance real depende de la voluntad política, la presión social y la integridad del funcionariado.
Privatización del agua en la encrucijada
La privatización del agua continúa: grandes consorcios industriales siguen recibiendo concesiones pese a la evidente escasez en múltiples regiones, mientras que la Conagua, plagada de señalamientos de corrupción, no moderniza sus sistemas de supervisión y apenas cuenta con inspectores suficientes para vigilar más de 600 mil títulos en todo el país. Además, la ciudadanía, cansada de promesas incumplidas y afectada por la falta de acceso al agua, empieza a organizar Contralorías y esfuerzos de vigilancia independiente para exhibir el mal manejo.

Aunque la Constitución y los tratados internacionales reconocen el derecho al agua y la protección de la vida de los ecosistemas, en la práctica, estos principios se difuminan ante un modelo que subordina el bienestar social al interés corporativo. Queda en el aire la pregunta: ¿hasta cuándo se sostendrá este modelo de concesiones que impide la sustentabilidad y la equidad en la distribución del agua?
La batalla por el agua en la arena pública
A medida que la crisis hídrica se agudiza por la sobreexplotación y el cambio climático, la privatización del agua cobra un matiz aún más urgente. La competencia por el líquido desencadena tensiones regionales y protestas ciudadanas que denuncian el saqueo y la represión. Desde Chiapas hasta Baja California, el discurso oficial de escasez contrasta con la entrega de volúmenes monumentales a la agroindustria, la minería y la manufactura.

La Conagua, con su historial de ineficacia y colusión, se ubica en el centro de las críticas. Quienes han participado en foros y espacios de debate insisten en que es indispensable reformular completamente la arquitectura institucional, apostando por la transparencia, la participación comunitaria y un marco legal que recupere el sentido público del agua. Sin embargo, cualquier reforma se enfrenta a la resistencia de un sistema alimentado durante más de 30 años por intereses económicos y redes de complicidad política.
La urgencia de un nuevo pacto hídrico
La experiencia acumulada desde 1992 demuestra que la privatización del agua, cada vez más consolidada, avanza en dos frentes: la concentración empresarial de los volúmenes concesionados y la erosión del control efectivo por parte de la ciudadanía. La Conagua, concebida en un principio para garantizar una gestión técnica y protectora del recurso, funge ahora como engranaje institucional para la perpetuación de ese modelo privatizador y excluyente.

La esperanza reside en la creciente organización comunitaria, en las luchas locales por la defensa de los nacimientos de agua y en iniciativas que buscan una nueva Ley General de Aguas. Los diagnósticos de la tragedia son claros y contundentes, y tanto la academia como distintos movimientos sociales apuntan a la urgencia de una planeación democrática, sustentable y responsable de los recursos hídricos.
La gran pregunta sigue abierta:
¿Podrá la sociedad mexicana torcer el rumbo para convertir el agua en un derecho colectivo, antes de que el siguiente episodio de crisis hídrica termine sellando nuestro futuro?
Las contralorías ciudadanas del agua y la presión político y popular para recuperar el control público del agua en el segundo sexenio de la Cuarta Transformación son una vía, ineludible, para que los cambios urgentes dejen de posponerse en nombre de la paz con los poderes fácticos.
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